EL LABERINTO DE SUDÁN DEL SUR: SEGUIR CON VIDA

“¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué nací aquí, en este país? Me lo pregunto muchas veces. Evidentemente, nadie me contesta”.

Samuel Makuach, de 23 años, es un joven que nació en Sudán del Sur, aunque él se pregunte por qué, aunque él quizá se lamente de ello.

Cuando estalló la guerra a finales de 2013, Samuel vivía en Malakal. Su tía se refugió en el cercano recinto de protección para civiles de la ONU. Él huyó como pudo. Cruzó a nado el río Nilo y se instaló al otro lado, en la aldea de Wau Shilluk.

Allí, su vida cambió: durante un brote de cólera, empezó a trabajar como intérprete para Médicos Sin Fronteras. “Al principio quería ganar algo de dinero e irme. Pero es muy difícil”. No es el único motivo: Samuel también se ve ligado a su tierra, se siente en la obligación de ayudar a su gente.

Nunca hay normalidad en la violencia. Samuel es un buen ejemplo. La guerra empezó hace tiempo pero él nunca parece acostumbrarse. No quiere aceptarlo.

¿Por qué querías irte de Sudán del Sur?

“Porque no quiero morir —responde con franqueza—. Es mejor irse. No quiero ver a gente morir, no quiero ver cadáveres, no quiero perder a amigos”.

EL LABERINTO DE SUDÁN DEL SUR: Huida

Todo el mundo cuenta la misma historia en esta ciudad.

Nyabaled Anyong, enfermera de 55 años.”Dispararon a los pacientes, los mataron en sus camas. Los que sobrevivieron se fueron, sin ropa ni nada”.

A finales de 2013 empezó una guerra civil descarnada en Sudán del Sur, el país más joven del planeta, que se independizó en 2011. Con 150.000 habitantes –la misma población que Salamanca–, la ciudad de Malakal es la segunda ciudad más importante del país, y fue una de las más afectadas por el conflicto. En pocas semanas, quedó arrasada por una orgía de violencia entre las fuerzas del Gobierno y la oposición.

Lucia Daniel, desplazada por la guerra. “Perdí a mi hijo en la guerra, le alcanzó una bala perdida mientras huíamos. Por eso llevo este collar negro”.

Hospitales destruidos, mercados reducidos a montañas de hierro y uralita, escuelas destartaladas. Decenas de miles de personas huyeron: hacia el recinto de protección de civiles de la ONU en la ciudad, hacia el norte siguiendo el Nilo, o a otras aldeas al otro lado del río. Pero la violencia les persiguió.

Veronica Ocham, 28 años. “Después de los combates cruzamos el río. Luego hubo ataques de helicópteros contra las aldeas de este lado. La gente se escondía. Los niños tenían hambre”.

Familias rotas. Muertos. Desparecidos. Una, dos, tres, cuatro huidas consecutivas. Un desplazamiento que no termina.

Teresa Hadia, 23 años. “Llegamos a esta aldea en barco, después de los combates en Malakal. Luego fuimos a la aldea de Lul, cerca de aquí, porque la situación estaba mejor allí. Después volvimos aquí. Mi marido está lejos”.

Voces de personas que no pueden salir de Sudán del Sur, voces de civiles desconocidos para Occidente, voces de personas luchadoras, voces de una población golpeada por la guerra, la malaria, la tuberculosis, la desnutrición.

Voces de gente empeñada en seguir con vida.

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