Muestra del libro “SOBRE LA COLA DEL COMETA OSEL”.
Solo contiene el capítulo 9

INDICE del libro COMPLETO:
I. DE LA INOCENCIA A LA REBELDÍA ……
deales de la infancia. Educación religiosa. Vida y muerte en el pueblo natal. Desde lo alto de la colina, a toda velocidad: política, matrimonio, drogas, caos, cansancio.
II. EL DESCUBRIMIENITO DE LA SABIDURIA ……..
Llegada a Ibiza. Una convivencia armoniosa. Pepe, primer embarazo, primer curso de meditación. Los fundamentos de la enseñanza budista. Preparativos y curso de meditación con los lamas. Lama Yeshe. Nuestra primera reunión.
III. INCORPORANDO LAS ENSENANZAS A LA VIDA COTIDIANA…
Nacimiento de Yeshe. Formación de un centro. El camino gradual hacia la iluminación. Nacimiento de Armonía. Las Alpujarras. Inicio del Centro de retiros.
IV. UN CORTIJO EN RUINAS …..
Llegada a las Alpujarras. Regalo de reyes, los primeros trabajos. La Mecila. Desarrollo del centro. Lama Lobsang Tsultrim. Nacimiento de Lobsang. Los primeros retiros.
V. VISITA DEL DALAI LAMA A OSELING…..
La preparación. La visita y sus consecuencias. Curso de lama Yeshe en Madrid. Último encuentro con Lama. Forjando el carácter.
VI. ENFERMEDAD, MUERTE Y RENCARNACIÓN……
Enfermedad y muerte de lama Yeshe. Llegada del Gueshe al centro. Noticias de una rencarnación. Quinto embarazo. El “domo”. Osel. Encuentro con lama Zopa.
VII. EL RECONOCIMIENTO DE OSEL …
Llamada desde la India. Encuentro con el Dalai Lama. Las pruebas en Dhararnsala, pueblo tibetano. Divulgación de la noticia. Vuelta a España.
VII. LA HISTORIA YA NO ERA NUESTRA …. ¡Error! Marcador no
Visita a los Centros en Europa. Los reporteros. Adaptación a la vida pública. Viaje a América. Bubión, el pueblo mediático. Mi sexto embarazo.
IX. LA FAMILIA EN ORIENTE……..
Las escalas hacia Bodh Gaya, lugar de iluminación de Buda. Las bendiciones del Dalai Lama. La disgregación de la familia entre la India y Nepal. El monasterio de Kopan.
X. LA ENTRONIZACIÓN ……
El despliegue del ritual. Lamas en mis sueños. Rencuentro en Kopan. La sucesión de ceremonias.
XI. LA VIDA EN KOPAN Y KATHMANDÚ ..
Viviendo en 20 m2. Tíbet y Katmandú. La estabilidad de la familia. Nacimiento de Kunkyen. Los problemas económicos. La ceremonia del corte de pelo.
XII. UN RETORNO PRECIPITADO
Los reyes de España en Nepal. Un problema diplomático. Retorno precipitado a las Alpujarras. Osel en el monasterio de Nalanda. California. Con Osel otra vez. Una aventura económica.
XIII. UN GIRO VITAL
Osel en el monasterio de Tharpa Chöeling. Una crisis familiar. La señal del cambio. Una determinación. Navidades con Osel. Un retiro en Bodh Gaya.
XIV. LA LIBERTAD NECESARIA
Regreso a España. La metástasis. Benarés. Las enseñanzas del Dalai Lama. Muerte y Cremación de Amala. Retiro en Sarnath.
XV. EDUCACIÓN EN EL MONASTERIO
La entronización en Sera. Las enseñanzas de los monjes y los nuevos estudios de EGB. Su nueva casa. La educación tibetana y el mundo moderno.
XVI. EL PESO DE LA TRADICIÓN……
El cáncer controlado. Navidades en Bubión. La separación definitiva. Visita a Sera, una decepción. A Hong Kong para ver a lama Zopa. Osel de nuevo en Bubión. El dilema de una madre.
XVII. DE LA RUPTURA A LA RECONCILIACIÓN………
Viaje sorpresa a Sera. El secreto. Conmoción en la F.P.M. T. La soledad en Bubión. Osel con su padre. La opinión del Dalai Lama. Escapada inesperada. Reunión en Kopan. Los deseos de Osel. El complemento de una educación moderna.
GLOSARIO………………………………………………………………………. 28
NOTA DE LA AUTORA
A lama Yeshe y lama Zopa, mis maestros. A lama Osel, mi hijo y maestro.
Al maestro interior, naturaleza de todo ser vivo.
MUESTRA DEL LIBRO:
CAPITULO IX. LA FAMILIA EN ORIENTE
Las escalas hacia Bodh Gaya, lugar de iluminación de Buda. Las bendiciones del Dalai Lama. La disgregación de la familia entre la India y Nepal. El monasterio de Kopan.

Febrero 1.987. Barajas. Familia viaja a India
Cuando por fin subimos al tren en la estación de Granada, recuperamos nuestra intimidad y fue bonito sentir la excitación de los más pequeños, que viajaban por primera vez. Todo les pareció maravilloso; saltando de una litera a otra, empezaban a descubrir la aventura. Muy pronto, el cansancio y el traqueteo nos durmió a todos.
En Madrid estuvimos tres días ultimando preparativos, visados, pasaportes y respondiendo a entrevistas de prensa y radio. Se celebró una ceremonia de despedida en el centro budista. Osel presidió la asamblea con una solemnidad sorprendente; dejaba de ser un niño y aunque no supiera hablar balbuceaba las oraciones como queriendo demostrar que entendía el significado de todo ello. Era muy gracioso: los mofletes colorados por el aire de las montañas y los ojos llenos de vida hacían las delicias de quienes le contemplaban. La torpeza de su cuerpecito contrastaba con la decisión de su mirada. Todos intentaban percibir a un maestro y él parecía querer responder a esa expectativa sin tener los medios físicos. Fue un encuentro entrañable y constituyó la ocasión de reconocer que en un niño pequeño, al igual que en un adulto, puede percibirse un ser espiritual si nos prestamos a ello.
El 1 de febrero, muy temprano por la mañana fuimos al aeropuerto de Barajas, cada niño con su mochila y los mayores acarreando pesadas maletas. Los reporteros nos esperaban y una unidad móvil de radio se había desplazado para recoger palabras de Osel, quien no quería dejar el biberón. Los reporteros ya eran parte del paisaje y mi timidez se había esfumado. Elvira, Anabel y François nos acompañaban; querían estar en la entronización y, cada uno a su manera, pensaban ayudarnos en esta odisea.
Abrochándonos los cinturones volvimos a sentir la excitación del viaje. Dolma me sorprendió dirigiéndose a la azafata de Kuwait Air Lines con un “Orange juice, please” demostrando que el proceso de adaptación ya estaba en marcha.
El aeropuerto de Kuwait era impecable, blanco, moderno y luminoso, pero las caras y la vestimenta eran distintas; empezamos a sentir el aire de Oriente. Los niños habían dormido bien y estaban fascinados con todo lo que veían, y algo intimidados también; aquello parecía estar bastante lejos de casa. La escala era larga, pero teníamos una habitación de hotel reservada por la compañía.

Llevamos una sorpresa cuando nos informaron que en la ciudad se celebraba la Conferencia Islámica y que estaba prohibido salir del aeropuerto. ¡No me lo podía creer! Con cinco niños, lo que nos ofrecían era una butaca o el suelo de mármol para pasar la noche. Esperando ablandar a algún responsable de relaciones públicas, con los pequeños me dirigí a una oficina. Me recibieron tres kuwatíes de chilaba gris y cabeza cubierta, impecables e inhóspitos, poco dispuestos a perder su tiempo prestando atención a una mujer; el desprecio de su actitud me cogió desprevenida. Al salir me encontré con François rodeado de policías: le estaban confiscando la cámara de vídeo con la que inocentemente filmaba nuestra comitiva. En el restaurante tampoco encontramos alivio, las papillas picantes que nos ofrecieron dejaron atónitos a niños y adultos. Pronto llegaron más policías para interrogar a François, de quien sospechaban que era un espía recogiendo información para preparar un atentado. Eso hizo la cena más picante todavía; afortunadamente, después de veinte minutos desistieron. Con estas impresiones tan extrañas y un solo vaso de leche en el estómago, los niños, ganados por el sueño, empezaban a sentirse francamente mal. Recorrimos todo el aeropuerto en busca de un lugar para descansar, el calor era agobiante y estábamos agotados. Lo mejor que pudimos obtener después de una decidida insistencia por mi parte, fue la promesa de acceder a la sala de VIPS después de medianoche. Anabel tenía un amigo madrileño que trabajaba en la embajada española en Kuwait. Intentó llamarle desde una cabina para pedir ayuda, pero la policía se encargó de recordarle que estaba prohibido telefonear desde el aeropuerto. La atmósfera era tensa.
Finalmente, compartimos la sala de VIPS con multitud de gente. Los niños, algo reanimados, extendieron sobre la moqueta, su juego de parchís y la baraja de cartas, captando la atención de otros exóticos viajeros, y todos nos relajamos un poco. Dolma, incluso, se hizo amiga de un indio que venía de Madrid. Mi mayor preocupación era Osel; le encontramos un sitio en el poyete de una ventana. Elvira extendió su zen, la túnica de su hábito de monja, para cubrirle y él se durmió con Pepe y Armonía a su lado. Los demás acabaron por ganarse un trozo de sofá y descansaron unas horas. En mi corazón estaba el mantra de Tara: todas esas pequeñas adversidades eran enseñanzas para cultivar mi paciencia, como si Lama me preparara para ser capaz de trabajar con él sin depender de las circunstancias. Conseguí unos momentos de mal sueño entre la preocupación y las náuseas de mi embarazo, pero mi ánimo no decayó. La protección que sentía no era de carácter físico, su objetivo no era el de hacerme la vida cómoda; era una protección interna, real, yo la percibía como la infusión de una fuerza.
Sobre las siete de la mañana nos percatamos que no quedaban ni policías ni azafatas en la sala. El teléfono estaba desatendido; Anabel marcó el número de su amigo. Nuestro alivio fue enorme al escuchar el amable “Hello” al otro lado de la línea. Nos prometió hacer todo lo posible para sacamos de allí. Poco a poco despertaron todos – Osel había dormido sin interrupción-, nos aseamos y sin esperanzas fuimos en busca de desayuno. De hecho era una aventura que divertía a los niños. Nuestro “salvador” llegó sobre las once de la mañana y, tras dos horas de negociaciones, consiguió llevarnos al maravilloso hotel.

La autopista que discurría por el desierto de arena parecía un espejismo, y la ciudad un artificio. Entrar en el hotel era como llegar a un oasis: ostentoso e impersonal, reflejaba la riqueza mal asimilada del petróleo, pero agradecimos el aire acondicionado, las duchas y las camas mullidas. Los niños se encargaron de dar vida a este gran vacío dorado; excitadísimos, repasaron los canales de televisión y engulleron con voracidad las cestas de frutas. El restaurante ofrecía todo tipo de delicias, Kuwait nos brindaba finalmente su hospitalidad. A pocos metros, el mar, la arena finísima y casi blanca quemaba los pies; el contacto con esta naturaleza tan contrastada nos embriagó. Conseguí distraer a Osel de este encantamiento, y lo llevé a descansar mientras los otros seguían chapoteando en el agua con Pepe. En un momento habíamos pasado de un extremo al otro. Lama me estaba mostrando la poca consistencia de las impresiones sensoriales; si nuestro estado de ánimo dependiese de ellas sería como un yo-yo, un ejemplo que solía emplear a menudo. Podía esperarme otro cambio repentino, y lo aceptaría con sentido del humor.
El vuelo a Nueva Delhi salía a las diez y media de la noche. Después de largas colas y retrasos, facturamos el equipaje y embarcamos. La cabina estaba llena y tuvieron que acomodamos en primera clase. Agradecí este imprevisto que nos procuró una buena cena y asientos confortables. Fueron tres horas y media apacibles antes de que anunciasen el aterrizaje en Delhi. Los niños no tenían ganas de despertarse y nos costó volverles a vestir y atribuirle a cada uno su mochila. Lloriqueando, se dejaban tirar de la manga a lo largo de pasillos y controles, y dejaban sus mochilas en el suelo para tumbarse sobre ellas. Esto no era Kuwait o Barajas, había escombros por todos lados, el aeropuerto seguía en obras desde mi última visita y a pesar del tranquilo esfuerzo de las limpiadoras pasando su trapo al azar, la suciedad se pegaba a todo. Osel dormía en brazos de Pepe; Anabel y yo controlábamos el resto de la tropa. Otras numerosas familias con velos y turbantes, seguían las mismas colas, aturdidas como nosotros.
Eran las 4,30 de la madrugada. Encontramos un carrito para colocar parte de nuestro equipaje y a Osel encima, tomándose el biberón. Una vez en la acera, tuvimos que abrirnos camino entre los que dormían en el pavimento. Intentaba reconocer entre la multitud a alguien que hubiera ido a recibirnos. Mi misión había sido llegar a Delhi, la había cumplido, y ahora esperaba que me indicaran los próximos pasos. Pero sólo veíamos vendedores ambulantes y mendigos. Decidimos esperar ante la puerta principal; no hacía demasiado calor pero la atmósfera era pesada y el acoso de los taxistas queriendo llevarnos a un hotel para cobrar su comisión se hizo acuciante. Yeshe, Armonía, Losang y Dolma tenían los ojos como platos, contemplaban aquel mundo con extrañeza. Imaginaba su desconcierto, su decepción quizá, y esto me estrujaba el corazón.

François estaba en ebullición, no podía entender que nos hubieran dejado colgados y propuso contratar dos taxis e irnos a un hotel del centro de Delhi a descansar de una vez. Me encantaban esos vehículos destartalados y decorados en su interior con pegatinas de dioses, flores e incienso. Me gustó volver a hacer el recorrido desde el aeropuerto. Las grandes extensiones salpicadas de edificios de todas las épocas, el deambular apacible de la gente en medio del desorden asumido, daban a esa hora una impresión de intemporalidad, muy distinta del mundo que acabábamos de dejar. Llegamos a Conaught Place, la ciudad despertaba. Los camastros debajo de la enorme galería que circunda la plaza estaban todavía ocupados, desperezándose la gente, aseándose algunos con el agua de los grifos de la calle. En el Jakuso Inn nos recibió una pareja de indios jóvenes; era un desconchado hotel de medio lujo que ofrecía, más o menos, servicios al estilo occidental por cuatrocientas rupias (unos Cuarenta dólares) la habitación. Reservamos dos, era caro pero lo necesitábamos. Los niños se desplomaron y yo me dormí sin querer pensar en el futuro.
Elvira y Anabel trataron de llamar sin éxito a Luca, mi primer maestro de Ibiza; ahora era el director del centro de meditación en Delhi, representaba a la F.P.M.T. y en principio era quien se había encargado de organizar nuestra estancia. Finalmente, decidieron ir a su casa. Cuando desperté estaban de vuelta y nos contaron lo ocurrido. Luca nos esperaba dentro de dos días y su teléfono no funcionaba, ésa era la explicación. Ahora podíamos trasladamos al centro para instalarnos. Me distendí un poco y llevé a la familia a una pizzería para tomar algo que les apeteciera. Después recogimos los bártulos y nos fuimos. Luca, que había dejado los hábitos después de la muerte de Lama, vivía con su mujer en un barrio bastante bullicioso, al lado de una carretera muy transitada y rodeada de polución. Al apartamento se accedía por una entrada oscura y una escalera desvencijada, nada acogedora. Allí era también el Centro de meditación.
La habitación de Osel había sido decorada especialmente: limpia, cubierta de alfombras, cojines y brocados, era un oasis de estilo tibetano en medio de aquel caos mugriento. Me alegró sentir el cariño, la delicada atención con que se habían reunido esos objetos. Había un gran altar que daba forma al espíritu del Buda y dimanaba su presencia, era la habitación que ocupaba lama Zopa cuando se hospedaba en la Ciudad. Al resto de la familia nos asignaron un gran dormitorio de ocho camastros que se utilizaba para la gente de paso; era oscuro y sucio, los edredones y cubrecama no se habían lavado en mucho tiempo. En cambio, hicieron falta pocos minutos para que los niños, saltando de un lado a otro, adoptaran como camaleones el color del suelo.

Luca y su mujer tenían una cita para cenar y se ausentaron. Antes nos enseñaron la cocina, que se compartía con los vecinos indios de enfrente. El olor era de desinfectante local; el poyo de granito, incrustado de grasa negra, invitaba a un buen fregado pero nos advirtieron que el agua de las piletas sólo salía a ciertas horas del día, pues en esa parte de la ciudad había restricciones. Nos dejaron a nuestro aire para preparar una cena; por unanimidad nos decidimos por una tortilla española. Elvira y Anabel, más adaptadas al nuevo entorno, salieron para hacer la compra.
No entendía muy bien el criterio de quien había dispuesto nuestra llegada. Probablemente, esperaban que Osel se quedara en su habitación, protegido de todo como un maestro inmaculado, y que el resto de la familia se las arreglara para sobrevivir. No fue así. Osel se comportó conforme a su edad y prefirió jugar en el gran dormitorio antes que encerrarse en el cuarto refinado que se le había destinado. Era la primera vez que me encontraba con ese trato discriminador y antinatural que pretendía separar a Osel de su familia y marcar la diferencia. Con cubos de agua lavamos a los niños y luego comimos alegremente la tortilla. Por suerte, había traído ropa de cama, con la que conseguí adecentar algo para que durmiéramos todos.
Menuda sorpresa llevé a la mañana siguiente, cuando me encontré con tres o cuatro reporteros indios haciéndole fotos a Osel en el pasillo. Osel se escondió en cuanto pudo. Me dolía la cabeza y la intrusión me molestó bastante, no comprendía cómo habían podido localizarnos. Luca les llevó a la habitación de Osel y les aclaró todos los temas, desde lama Yeshe a la rencarnación. Pepe y yo contestamos luego a sus preguntas y decidimos subir a la azotea para hacer las fotos. Osel no quiso dejar el biberón y se quedó en brazos de Pepe. El rechazo que mostraba hacia estas escenas de pose se consolidó.
Otra sorpresa, esta vez agradable, fue recibir la visita de Gueshe Tinley, el hermano de lama Yeshe. Era un ser sencillo y discreto de mirada exquisita y bondadosa, no hablaba mucho inglés, vestía los hábitos de monje, la cara curtida por una vida de privaciones. Cuando se acercó a Osel, su ternura me emocionó. Intenté leer en su rostro los sentimientos que albergaba; él, me imaginaba, estaba viendo en mi hijo a su hermano. ¿Fue realmente así? No lo sé, pero Osel respondió con naturalidad a la presencia de aquel hombre que le demostraba afecto. Se quedó un rato jugando con los niños y luego se fue. Una semana después murió de un paro cardíaco en uno de los centros de Australia.
Estuvimos pocos días en esa casa. Lama Zopa nos anunció que debíamos partir hacia Bodh Gaya al día siguiente. Luca consiguió sólo dos plazas. Pepe y Osel viajarían en literas de primera clase y Luca les acompañó a la estación. Los demás nos quedaríamos otros dos días. Cuando nuestro turno llegó, preparé la imprescindible tortilla de patatas y una cesta de frutas. Para Bodh Gaya, donde hacía mucho calor, llevábamos el mínimo. Las maletas grandes las mandarían directamente a Nepal; el viaje en tren duraría de dieciocho a veinticuatro horas. La estación estaba en la vieja Delhi. Apenas bajamos del taxi, una nube de porteadores con chaqueta y turbante rojo se abalanzaron sobre nosotros, apoderándose de nuestro equipaje sin dejarnos opinar. Les indicamos nuestro destino y dos de ellos, con nuestras maletas sobre la cabeza y colgándoles los bolsos de los brazos, nos abrieron paso entre la multitud. Estos hombres me impresionaron, los llaman Coolies, no llevan más que un paño de algodón y van descalzos o con sandalias precarias, son realmente fuertes y ágiles, a pesar de tener muchos de ellos una edad avanzada; parecen los dueños de la estación. El ajetreo era tremendo, íbamos agarrados los unos a los otros, siguiendo nuestras maletas que parecían flotar sobre un mar de gente bastante agitado. Perder allí a un niño hubiera sido fácil. Estaban embelesados con todo lo que veían. Finalmente subimos al tren. Cada uno disponía de una litera abatible con una manta y una almohada; suspiramos contentos.

El tren se puso en marcha con sendos pitidos que nos dieron la impresión de emprender un gran viaje. Salimos de Delhi a mediodía, a velocidad de tranvía. Las personas subían y bajaban del tren con toda comodidad, algún vendedor de tortas o bebidas seguía a pie el paso del tren, negociando con los pasajeros. Las vías parecían tan pobladas como las calles, a ambos lados se apiñaban casas y cabañas; algunos preparaban el té en su patio, otros ordeñaban una vaca o hacían una siesta, todo estaba expuesto, animales y humanos trajinando en sus ocupaciones. La urbe no parecía tener límite definido y poco a poco perdió su densidad, pero tardamos muchísimo en encontrarnos en zonas deshabitadas; la velocidad se aceleró un poco. Creo que en todo el viaje no pudimos mirar por la ventanilla sin ver a una persona en el paisaje. De vez en cuando aparecía un pequeño templo en un lugar hermoso con banderas ondeando y algún bramán o “sadu” haciendo sus devociones. Árboles, riachuelos, campos sembrados de arroz; los niños también iban pegados al cristal para ver transcurrir aquellas imágenes de matices tan ricos, y nos llamaban la atención sobre una cosa u otra. Anochecía; era fascinante, me hubiera quedado horas contemplando el desfile de impresiones que se ofrecía a mis ojos, elucubrando sobre las vidas de esas personas, sobre la mía. Era un magnífico ejemplo, qué diversidad de experiencias podían considerarse para meditar sobre el espejismo de Samsara desde un tren en marcha.
De pronto Dolma desapareció. No habíamos parado en ninguna estación, tenía que encontrarse en el tren; imaginé que alguien podía raptarla. Era muy sociable y dulce, nadie la intimidaba, sería fácil llevársela. Los vagones estaban abarrotados de gente y avanzaba abriéndome paso como podía; me miraban, divertidos, pues estaba hecha una furia tratando de localizarla. Increíble, pero la encontré en compañía de nuestro amigo indio, el que había cogido el mismo vuelo que nosotros en Madrid. ¡Vaya coincidencia! Alrededor de ella, todo un corro de admiradores le hacía sonrisas y lisonjas; estaba encantada.

Después de una noche tranquila, coolys y mendigos, el calor era mucho más pesado que en Delhi. La música de una banda con trompetas y tambores daba alegría a todo ese ajetreo; por el andén se acercaban los músicos con uniformes coloridos y graciosos. ¡Vaya!: unas amigas del País Vasco les seguían con los brazos cargados de guirnaldas. Era una fiesta de bienvenida con cariño español, alegre y humano. Cómo agradecí su gesto; los niños estaban maravillados con sus collares de flores. La banda nos llevó entre la muchedumbre hasta dos motocarros que nos esperaban para recorrer los veinte kilómetros que nos separaban de Bodh Gaya. Equipaje incluido, nos apiñamos en las plataformas de esos vehículos cuyo impresionante rugido sustituyó de repente la música que nos acompañaba. Un toldo verde nos protegía del sol ardiente, pero el polvo que levantaban las ruedas sobre la carretera de tierra batida nos envolvía en una nube penetrante. Con los cabellos y la ropa como banderas al viento, partimos gloriosos hacia nuestro destino.
La India rural es más pobre todavía, pero ¡cuánto más bella! Búfalos y bicicletas circulaban a paso lento, niños chapoteaban en las charcas del camino, mujeres con velos llamativos y el cántaro en las caderas andaban por los arrozales. Nuestros motores y la bocina que nuestro conductor accionaba imperiosamente no inmutaban a nadie. Cuando vimos a lo lejos la aguja de la estupa destacarse encima de los árboles, sentí admiración y alivio. Allí estaba nuestra meta, el lugar donde Buda había alcanzado la iluminación, donde volvería a ver al Dalai Lama y donde rencontraríamos a Pepe y Osel. La alameda de enormes bananos que había en las afueras del pueblo era preciosa; entre esos árboles cuyas raíces se extienden como las ramas, se podía divisar el amplio lecho blanco de un río que en esa época, quedaba reducido a un hilillo de agua. Grupos de peregrinos descansaban a la sombra. La emoción invadía mi pecho, en un lugar así todas las vivencias debían de ser extraordinarias.
Todos los países de cultura budista tienen un templo en Bodh Gaya, cada uno al estilo propio. Nos llevaron directamente al templo Tailandés, donde residían Pepe y Osel. Doscientos mil tibetanos acababan de asistir a las enseñanzas del Dalai Lama y no había alojamiento disponible dentro de la comunidad tibetana.

El rencuentro fue entrañable. Pepe nos contó que se habían equivocado de tren y acabaron en Patna a las cuatro de la madrugada; sin hablar una palabra de inglés y sin dinero, tuvo que ingeniárselas para volver a encontrar su camino y hacer un viaje de cuatro horas en taxi. En Bodh Gaya no tenía ni una dirección, sólo conocía el nombre del director del centro de meditación. Cuando llegaron, se toparon con una comitiva de lamas y discípulos que examinaban el terreno que la F.P.M.T. había adquirido para erigir el centro. Se preparaban para iniciar la ceremonia de bendición de la tierra con la recitación de mantras y oraciones. La llegada de Osel no podía haber sido más oportuna y todos lo consideraron el mejor de los augurios.
Estaban muy bien instalados según el estándar local, en dos pequeñas habitaciones con una terracita cubierta en la parte residencial del templo. Todos felices, nos dispusimos a tomar una buena ducha y refrescarnos. Yo tenía ganas de ordenar nuestro equipaje y organizar los aposentos de la familia para los próximos días. Desafortunadamente, nos comunicaron que sólo podían alojar a Pepe y a Osel. Me sentó bastante mal, pues se preveía nuestra llegada desde semanas atrás, ¿cómo podía ser que no se hubiera dispuesto alojamiento para todos? No era el momento de tomar las cosas a mal y me resigné a trasladamos a otro lugar.
Volvimos a emprender camino, esta vez subidos a un rickshsaw que empezó a tener problemas con los socavones; al final nos vimos obligados a acabar nuestro recorrido a pie. Pensaba: “cada día tendremos que hacer este mismo trayecto.” A medida que avanzábamos empeoraba mi estado de ánimo, imaginaba a los niños jugando entre la basura que allí se veía por todas partes y contagiándose de las peores enfermedades. El entorno estaba lleno de charcas, era sucio y maloliente, y el patio de la casa no desentonaba con la insalubridad general; los niños semidesnudos que allí jugaban nos pidieron algunas rupias. Para cuando llegamos a la casa, mi decisión estaba tomada.

Nos ofrecieron dos camas en una habitación; compartiríamos el resto de la casa con las familias que allí vivían. Intenté ser amable con esa pobre gente que probablemente esperaba hacer con nosotros un buen negocio. En cambio, la mirada indignada que lancé al director del centro para anunciarle que volvíamos al templo Tailandés tuvo que paralizarle, al menos eso esperaba, y él no intentó convencerme de lo contrario.
No estaba dispuesta a aceptar otra alternativa, quería que estuviéramos todos juntos. Expresé mi deseo con firmeza y en unas horas se desalojaron dos habitaciones contiguas a las de Pepe y Osel. Anabel y yo las arreglamos rápidamente tratando de evitar alborotar a los miles de mosquitos que había pegados al techo formando un manto negro. Los niños, protegidos por ungüentos y mosquiteras, encontraron por fin el descanso que necesitaban. 0sel —me costaba acostumbrarme a este trato discriminatorio- tenía un cuarto cubierto de alfombras y una buena cama. Nick, el monje australiano que había sido encomendado para atenderle, me anunció que tenía la intención de dormir junto a Osel. Pepe y yo ocuparíamos la habitación contigua. No tenía ganas de discutir con él la inviabilidad del asunto, y menos en inglés.
No había cocina alguna en ese recinto, sólo dos fogones de petróleo en la terraza y unos cacharros para preparar la comida de Osel, que por ser el más pequeño — principalmente por su condición de lama— no podía acudir a los restaurantes.
El “restaurante” que nos recomendaron para el resto de la familia era una carpa grasienta dividida en cocina y comedor. Nos sentamos hambrientos, tratando de evitar poner los pies en el surco que canalizaba las aguas residuales de un hipotético fregadero. Plastificado sobre el gran tablero que servía de mesa había un menú; por pocas rupias se ofrecía comida tibetana o india. Los niños que hacían de camareros se precipitaron para limpiar la mesa con el trapo multiuso que, posiblemente, acababa de servirles para sonarse la nariz o ahuyentar las moscas. El humor era bastante alegre y la comida, después de todo, nos gustó; cada día volveríamos a este sitio insólito. Para ello recibiríamos de Nick las rupias con que él consideraba podíamos pagar la comida y el transporte.
La primera noche fue tumultuosa. Durante el viaje Osel se había acostumbrado a dormirse jugando con el cabello de quien yacía a su lado, retorciendo los abundantes rizos de Pepe o los míos. Le acostó su padre, y Nick se empeñó en cumplir con su propósito ocupando el colchón junto a su cama. Habitualmente, nuestro pequeño lama dormía toda la noche de un tirón, pero debió percibir algo raro y con su manita buscó la confirmación de una presencia tranquilizadora. Al encontrarse con el cráneo pelado y rasposo del monje, despertó a todos con gritos estentóreos. Una y otra vez, Pepe volvía a dormirle y Nick insistía en recuperar su lecho de asistente; fue un auténtico fracaso. Después de la segunda noche de insomnio, por fin decidimos que Pepe dormiría con él y su asistente se buscaría otro lugar. Cada vez que el compungido monje se acercaba a él, Osel, aunque casi no hablaba, le recibía a gritos: “Nick, no; Nick, no.”

No entendía estas actitudes tan fuera de lugar por parte de quienes iban a velar por su educación. Todos parecían conocer las formas correctas de actuar y yo, insegura, estaba considerada una madre que ignoraba cómo había que comportarse con un pequeño tulku. Pepe contaba con la lógica de que el propio Osel iba a marcar las pautas del trato que necesitaba recibir. Estábamos en clara situación de debilidad en ese entorno nuevo e incómodo, sin conocer el idioma y teniendo que cuidar de cuatro niños más. Anabel nos ayudaba pero Elvira se sumaba a la actitud discriminatoria. Los padres habíamos servido de vehículo para traer a su guru al mundo, al igual que un tren lleva un pasajero a su destino; ahora se tenían que hacer cargo ellos, los que sabían.
¡Bodh Gaya! Mi instinto materno había sufrido muchas frustraciones para prestar atención al extraordinario espectáculo que ofrecía. Desde el rickshaw que nos llevaba al restaurante podíamos ver cómo la gigantesca estupa dominaba majestuosamente el paisaje, al que infundía una dimensión sagrada. El mercado que se extendía a las puertas de los jardines que la rodeaban era un conjunto de tenderetes destartalados y coloridos, apiñados a ambos lados de la calle principal. Ofrecía un notable contraste con la noble arquitectura del monumental edificio, pero parecía recibir de él la atmósfera de paz que lo impregnaba. Budistas de todo el mundo, vestidos según la costumbre de su país de origen, iban a hacer sus compras allí, después de haber cumplido con sus devociones. Los intercambios eran amables y respetuosos, las sonrisas acompañaban al regateo; los sonidos que surgían de todo ello componían una especie de música acolchada que puntualizaba el claxoneo de los rickshaus.
Me hubiera gustado adentrarme en ese mundo, comunicarme con esas personas, pero me sentía demasiado tímida, a la vez que agotada. Las tareas de mantenimiento de nuestra pequeña tribu absorbían el día. Mi mentalidad era la de ahorrar; de España habíamos traído trescientos dólares para cubrir emergencias, pero se había gastado más de lo que esperaba y me avergonzaba tener que pedir a Nick el dinero de cada comida; no podía permitirme casi nada.

A menudo recibíamos visitas, todos querían ver al pequeño Lama y eran siempre extremadamente amables. Osel se prestaba, con gracia, a acompañarles en la visita al templo Tailandés. Él parecía disfrutar de su estancia allí, tenía una gran explanada de hierba para jugar y sobre todo un montón de arena donde ensuciaba sus hábitos de monje cada vez que su asistente se descuidaba. Yeshe, Armonía, Lobsang y Dolma se adaptaban sin problemas, a pesar de las picaduras de mosquitos; con su padre o algún amigo que se ofrecía iban a dar paseos y se divertían mucho.
Su Santidad el Dalai Lama acababa de dar la enseñanza de Kalachakra a refugiados tibetanos llegados de todas partes de la India, algunos de ellos recientemente salidos del Tíbet. La devoción que su pueblo le profesaba era muy arraigada y profunda, un sentimiento que en Occidente no conocemos y tampoco podemos imaginar. Los sacrificios que esas personas eran capaces de hacer antes de llegar a este lugar sagrado para presenciar, entre miles, el evento, superaban considerablemente los contratiempos que nosotros habíamos sufrido. La inmensa mayoría se había instalado en un campamento, sin apenas agua ni letrinas, bajo un calor agobiante; los últimos todavía abandonaban Bodh Gaya. Sentía por ellos un sentimiento de fraternidad profunda que trascendía toda distinción de raza o cultura.
Nosotros también habíamos ido para ver al Dalai Lama y, considerándolo bien, éramos visitantes privilegiados que disfrutaban de un alojamiento de lujo, esperando ser recibidos en privado. Los días pasaban con la incertidumbre de la entrevista, el programa de Su Santidad era tan apretado y sujeto a imprevistos que desde su oficina no podían darnos una fecha concreta. Al igual que nosotros, muchos esperaban, pero en peores condiciones. ¿Cómo podía yo albergar sentimientos de frustración o impaciencia? Aquella experiencia debía servirme para relativizar nuestra situación, para acercarme más a quienes carecían de los medios de que disponíamos incluso siendo humildes. No debía sentir resignación, sino regocijo y agradecimiento por cuantas enseñanzas me brindaba el estar allí, concienciándome de la condición humana. Debía conseguir desarrollar sentimientos de compasión y solidaridad, sin descuidar mi instinto de madre responsable de los suyos.
Un día llegó un periódico de Delhi con la entrevista de unos lamas que desmentían todo lo referente a la rencarnación de lama Yeshe en el niño occidental llamado Osel. Aseguraban que el Dalai Lama nunca había reconocido tal cosa y que era la madre quien había montado toda la historia. Me descompuse y por primera vez añoré la casa de Bubión. Mis reflexiones sobre la condición humana y los buenos propósitos que había formulado se doblegaron ante el cansancio mental que se apoderó de mí.
Poco después, el 12 de febrero, celebramos el cumpleaños de Osel. Reunimos a unos cuantos niños que habíamos conocido y todos disfrutaron, a la europea, de la tarta con dos velas que conseguimos preparar. Esa tarde, recibimos un mensaje del secretario del Dalai Lama: “La entrevista está concertada para pasado mañana.”
Llegado el momento, todos nos dirigimos a la residencia del Dalai Lama, emocionados y vestidos con nuestras mejores ropas. Entramos en el recinto del monasterio tibetano, un jardín florido precedía el edificio y unos monjes sonrientes se paseaban recitando mantras. A la entrada, unos peregrinos hacían girar con la mano una gran rueda de oraciones; cada una de las vueltas, a ritmo lento, hacía sonar una campana. El ambiente estaba impregnado de olor a incienso. Era un mundo protegido, silencioso, muy distinto al de la calle. Anabel y Nick nos acompañaban, y creo que un periodista nos seguía. Al pie de una escalera, numerosos zapatos abandonados señalaban que nos dirigíamos a un lugar especial. La galería del primer piso terminaba en un cuarto acristalado en el cual varias personas esperaban, tan emocionadas como nosotros. Un momento después, salieron unos tibetanos y el secretario del Dalai Lama nos invitó a seguirle. Wangchen, el primer monje tibetano venido a residir a España años atrás con Gueshe Lobsang Tsultrim, nos acompañaba para hacer de intérprete, y Anabel también.
El cuarto era amplio y hermoso, Su Santidad estaba sentado sobre un gran cojín, a su lado había un altar, la atmósfera era muy acogedora. Nos sonrió cariñosamente mientras le entregábamos nuestros simbólicos regalos y las tradicionales kathas blancas. Él volvió a colocarlas alrededor de nuestros cuellos. Osel se sentía como en casa, iba de un lado a otro jugando con todo lo que encontraba, haciéndose el gracioso. Su Santidad reía.
—¿Desde cuándo lleva los hábitos? —preguntó.
—Desde el año pasado —contesté–. Un día, en Dharamsala, lama Zopa me dijo que el momento era propicio para ofrecer a Osel sus hábitos. No los lleva siempre, sino cuando nos encontramos en un centro o durante las ceremonias.
—¿Qué edad tiene?
—Anteayer cumplió dos años.
—¿Qué edad tienen los otros niños?
—El mayor tiene ocho años; los otros, seis, cinco y tres.
—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros en Kopan?
—No lo sabemos; lama Zopa lo decidirá. Creo que serán varios meses.
—¿Habla?
—Algunas palabras en español; en inglés, muy poco.
-—Es importante que lo observéis con atención. Será muy importante cuando empiece a hablar. ¿Quién es el más travieso?
—Lama.
—¡Ja, ja, já! Suele ser así con los tulkus, tienen carácter; cuanto más traviesos son de pequeños, más sabios serán al crecer.
—El primer año, estaba siempre muy tranquilo y apacible, luego se hizo más travieso.
—Ahora, mientras sean pequeños, te darán trabajo y problemas.
―Sí, estamos esperando otro bebé… A veces nuestra relación con Osel se hace difícil porque, si bien en apariencia tiene cuerpo de niño, consideramos que su mente es la de un lama, lo que nos produce indecisión sobre cómo tratarlo. Nos gustaría recibir su consejo, para educarlo adecuadamente.
—Es importante que os relacionéis con Osel como con un niño normal, pero siendo conscientes de que es un lama rencarnado. Necesita disciplina y educación. Tendréis que regañarle si es necesario, y quizá darle un cachete, sin olvidar quién es. Entre los tibetanos es común dar un suave cachete en ciertas ocasiones, incluso a los lamas rencarnados. Muy pronto Osel empezará a hablar y manifestará quién es. Tenemos que estar receptivos en ese momento. Luego, cuando tenga cuatro o cinco años, comenzará sus estudios y a los ocho tendrá que separarse de su familia e ir al monasterio para iniciar sus estudios en serio. Pienso que Sera es un buen monasterio. Tendrá que estudiar allí por lo menos durante diez años. Simultáneamente o quizá después, tendrá que tener un maestro y hacer retiros para lograr una intensa preparación personal. Después, cuando tenga veinte o veinticinco años, estará capacitado para ayudar a muchos seres, principalmente en Occidente. Llegará a fundir dos aspectos importantes: la sabiduría del budismo con la mentalidad científica moderna, será un occidental con sabiduría de Oriente. Más tarde, irá al Tíbet para enseñar; hará gracia a los tibetanos ver a un lama de pelo rubio y ojos claros… ja, ja, ja… ¿Qué vais a hacer en Nepal? ¿Cuál será vuestra ocupación?
Lama Yeshe, de quien es la reencarnación Tulku Tenzin Osel Hita
—Desde que encontramos el Dharma y a lama Yeshe en España hace nueve años, nos hemos dedicado a desarrollar centros de meditación. Ahora seguiremos haciendo lo mismo. Los últimos seis años hemos trabajado en el centro de retiros, nuestra vida no cambiará mucho. ‘
—Muy bien. Sí, parece que Osel se encuentra lleno de vida y energía, estará muy bien. •
—Habitualmente, cuando está con sus hermanos o en lugares corrientes, parece recoger la misma energía y a veces se muestra ansioso. Cuando está con lama Zopa u otro lama especial como Gueshe Sopa, su comportamiento es más apacible y relajado. Por eso, a pesar de su temprana edad pensamos que el vivir en Kopan cerca de lama Zopa y otros monjes y lamas, en una atmósfera de Dharma, le ayudará. Intentaremos que su educación sea la más provechosa para él y consecuentemente para todos los seres.
Asintió complacido. El Dalai Lama valoraba nuestra colaboración, ya que hubiéramos podido rehusarnos a educar a Osel fuera de nuestro ámbito.
—Muy bien, muy bien.
Pepe tomó entonces la palabra:
—Cuando Su Santidad visitó el centro de retiros en 1982, le dio el nombre de Oseling, lugar de luz clara. Luego, cuando nació el bebé, también le llamamos así.
—Es un nombre muy bueno —le contestó el Dalai Lama.
La sencillez y amabilidad de su trato, inspiraba un profundo respeto. Al salir me sentí definitivamente aliviada, la tensión de los días de espera se había disipado, todos los miedos y contrariedades se habían esfumado. Me encontraba, al igual que Pepe, en un estado de sosiego y paz.
El propósito del viaje a Bodh Gaya se había cumplido, ahora esperaríamos instrucciones de lama Zopa. Así pues, me dedique a aprovechar nuestra estancia en ese extraordinario lugar. Osel no podía acompañarnos, pues no debía ser expuesto a la curiosidad de la gente y sólo aparecería en ocasiones formales. Anabel y nuestras amigas vascas se ofrecieron para cuidar de mis hijos. La estupa era el centro de todo y la visitábamos todos los días, padres y niños, fascinados por lo que veíamos alrededor de ella.
La reencarnación del lama Yeshe
Desde el mercado entrábamos en una gran terraza, el reino de los mendigos. Harapientos, desdentados, casi todos con los miembros carcomidos por la lepra, parecían no tener edad; sentados en el suelo formaban dos hileras, como guardianes y representantes del sufrimiento humano. Extendiendo un cuenco vacío, o juntando en forma de plegaria lo que les quedaba de manos, se esforzaban en despertar la compasión de quienes iban a comulgar con el espíritu de Buda. Solía observarles; su comunidad parecía regulada por un código y se integraban con dignidad en el ritual que envolvía todo cuanto rodeaba la estupa. Uno de los negocios del mercado era el cambio de “paisas”. Por un billete de cincuenta o cien rupias los peregrinos compraban bolsas llenas de estas moneditas para distribuirlas entre todos y ejercer así su generosidad. Los días de celebraciones especiales, los mendigos se multiplicaban; en toda la región debían de conocer el calendario de las ceremonias. Con ellos se juntaban los perros más delgados y sarnosos que haya visto nunca, tratando de obtener algo de comida.

La base del edificio principal se encontraba más abajo; al pie de unas amplias escaleras flanqueadas por pequeñas capillas, se elevaba en forma de pirámide estirada, truncada en la parte superior para servir de base a otra pequeña estupa que culminaba a unos sesenta metros de altura. Esta presencia parecía un formidable generador de energía espiritual irradiando hacia el universo. En mi mente surgió el significado de todo ello: símbolo de la iluminación búdica, manifestaba el afán de generaciones de hombres por alcanzarla. La multitud de peregrinos circunvalaba o se esparcía alrededor del monumento, en los jardines salpicados de otras pequeñas estupas sumidos en actos de devoción. Todo ello me sugirió la imagen de un océano profundo, cálido e inmaterial, denso a la vez, en el cual me dispuse a sumergirme con toda mi familia. A todos nos atraía el movimiento circular al cual nos unimos los niños divertidos y los mayores emocionados.
Cada uno seguía su ritmo, unos apresurados en acumular méritos recitando mantras, otros meditativos y relajados. Un viejo monje tibetano llevaba de la mano a dos pequeños monjes de siete u ocho años, enseñándoles con paciencia y ternura las figuras esculpidas. Aquella imagen me gustó, imaginaba a Osel con el maestro que pronto le asignarían. Budistas de todos los colores y razas, mendigos y turistas indios daban vueltas en el mismo sentido, disueltas sus diferencias en la sabiduría y el amor universal que veneraban en la figura de Buda.
En la cara oeste del edificio estaba el árbol de bodhi, retoño del gran ficus bajo el cual Gautama alcanzó el Nirvana hace dos mil quinientos años. Una losa de piedra grabada con una flor de loto marcaba el sitio donde Buda se sentó siete días seguidos; representa la compasión y la realización de la vacuidad, la base sobre la cual se asienta la mente iluminada. Pétalos de rosas y guirnaldas de flores atestiguaban la devoción de la que era objeto ese lugar; al lado, la impresión simbólica de la huella dejada por los pies de Buda. Un poco más allá, largas filas escalonadas de lamparillas de aceite, incienso y otras ofrendas de arroz y especias.
Al doblar la esquina, se veía en el jardín todo un laberinto de habitáculos formados de tres paredes de metro y medio de altura. Cada uno tenía en el fondo una representación del estado búdico, ya la estatuilla de Buda ya una deidad, una estupa diminuta o incluso una pared vacía. Ese lugar era el más sosegado, allí se sentaban con las piernas cruzadas, los que oraban o meditaban en silencio, aislados del resto de los devotos, sumiéndose interiormente en la experiencia mística. Debajo de otro árbol, un lama enseñaba a un grupo de monjes sentados en cojines. Observar sus túnicas de color granate, sus textos envueltos en hermosos brocados, la elegancia de sus gestos, sus caras nítidas y refinadas, me transportaba a un mundo secreto y delicado a cuyo umbral me sentía feliz de acompañar a mi hijo.

Me gustó ver cómo en uno de los recintos más sagrados, la religiosidad intensa convivía con las actitudes cotidianas, humanas y naturales. Las sonrisas entre desconocidos eran frecuentes, el diálogo se entablaba con facilidad, sin que importara demasiado interrumpir el ejercicio de devociones o la recitación de mantras. Inevitablemente, comparaba todo eso con las actitudes compungidas y los simulacros piadosos a los que mi educación me había acostumbrado. Allí, en esos jardines, se mezclaba la más profunda concentración con el desenfado; unos meditaban mientras otros descansaban a la sombra o conversaban. El devoto no se cerraba a su entorno, ni se esmeraba en causar buena impresión a nadie. Todo parecía fluir con naturalidad.
Finalmente, lama Zopa nos aconsejó que llegáramos a Nepal el 20 de febrero. Me pareció demasiado tarde. Quizá, por razones que escapaban a mi entendimiento, era necesario para Osel, pero al menos los otros niños necesitaban encontrarse, sin demora, en un ambiente más cómodo y sobre todo fresco. Decidí abandonar Bodh Gaya enseguida, dejando a Osel y a Pepe que viajaran en las fechas recomendadas. Haríamos escala en Katmandú, en el Himalayan Yogic Institute, otro centro fundado por lama Yeshe. Anabel lo conocía y me había dado confianza sobre las condiciones que encontraríamos allí; ella nos acompañaba. El 16, Armonía cumplía siete años. Aunque Nick no aprobaba mi decisión, nos proporcionó los billetes y volamos desde Patna.
Desde el avión, el valle de Katmandú nos pareció un paraíso. Rodeada de montañas nevadas, la ciudad se enfrascaba en los arrozales verdes. Cuando llegamos al Himalayan Institute, lo estaban blanqueando. Los preparativos para recibir a lama Osel y su familia se realizaban con esmero. Era una escala más. Nuestras maletas no habían arribado de Delhi, pero todo nos pareció maravillosamente confortable. En Kopan, nuestro final de trayecto, la casa que nos habían asignado precisaba todavía de unos arreglos. Allí llegábamos con la idea de pasar los próximos meses, o años, quizá hasta que Osel ingresara en el monasterio de Sera tal como el Dalai Lama había sugerido.
Kopan había sido fundado por lama Yeshe en 1972 con la ayuda de los primeros occidentales interesados en las enseñanzas del budismo tibetano. Habían localizado una colina cerca de la estupa de Bodhanath, a pocos kilómetros de la ciudad. Estratégicamente situada, dominaba todo el valle. Con el tiempo, se habían construido las dependencias del monasterio, que albergaba ya unos cien monjes, y casitas para retiros esparcidas por los alrededores. Una de éstas se había ampliado y adecuado a nuestras necesidades. En cuanto me dieron la noticia quise ir a verla, pero finalmente acordamos esperar la llegada de Pepe y Osel. La estaba amueblando Zia, una amiga de los tiempos de Ibiza que se había ordenado monja y vivía en Kopan desde entonces, cuando no viajaba siguiendo a lama Zopa en sus giras internacionales. Ella bajaba todos los días y me informaba sobre la evolución de los arreglos.
Katmandú tenía mucho atractivo y había poco que hacer. No dependíamos de nadie y dedicamos esos días de espera a visitar la ciudad. La estupa de Swayambunath, al otro lado del río, fue nuestro primer objetivo. El rickshaw nos dejó al pie de la colina que ésta coronaba y, divirtiéndonos con los monos que poblaban el bosque, subimos los quinientos peldaños de su escalera de acceso. En cada descansillo, un grupo de mendigos pedía nuestra limosna. En su forma, la estupa era muy distinta de la de Bodh Gaya: toda blanca y con una base que soportaba una gran media esfera. Por encima, los ojos del Buda estaban pintados con colores vivos y parecían penetrar apaciblemente todo cuanto existía en el mundo, hasta el corazón de los seres. El aire que se respiraba allí tenía algo de alegre. El monumento, que parecía imponente desde abajo, estaba rodeado de una plazoleta acogedora desde donde se divisaba toda la ciudad. Los monjes tibetanos que regentaban el lugar iban y venían en sus ocupaciones, sonrientes y afables. Otras pequeñas estupas formaban parte del conjunto en que se integraban las casitas de algunos lamas, rincones para meditar y alguna tienda de objetos religiosos.
La reencarnación del lama Yeshe
Todos los días íbamos a Tamel. En un enjambre de tiendas, restaurantes y pequeños hoteles, los nepaleses se volcaban para satisfacer los caprichos de turistas, hippies y montañeros. La estrecha calle estaba siempre abarrotada de gente; rickshaws, motos y afortunadamente, pocos coches se abrían paso a duras penas en un concierto de voces y bocinas. A la venta o en alquiler se podía encontrar cualquier cosa que uno pudiera necesitar en Nepal. Resultado de una cultura híbrida, ese barrio era el inevitable punto de encuentro de la comunidad internacional que residía en Katmandú. Después de la austeridad de Bodh Gaya, los niños disfrutaron sanamente con los espaguetis a la tibetana, los crepes y los batidos. Por unos días dejé de apretar el cinturón y mis dólares empezaron a esfumarse lentamente, pero pensaba que ese relativo lujo nos venía a todos bien.
Pasado el día 20, empecé otra vez a preocuparme. Osel y Pepe no llegaban y las noticias me contrariaron mucho. Me dijeron que había ciertas dificultades para que entraran en Nepal, teníamos que esperar unos días. La entronización estaba fijada para el 12 de marzo. Lama Zopa, que había regresado a Kopan, entendió que nos convenía instalamos ya en nuestra casa y por mediación de Zia nos lo transmitió.
Un jeep enviado desde el monasterio, fue a recogernos. Jantsen Rimpoche hacía de anfitrión. Era un tulku alto y joven, la distinción de sus maneras me impresionó, vestía ropa de monje con sobria elegancia y su rostro sonriente expresaba paz y armonía. Mi hijo Lobsang, desde ese primer encuentro, se referiría siempre a él como al “monje de la cara limpia”. En la vida anterior había sido el maestro de lama Yeshe y en ésta su discípulo. Lama Yeshe se había encargado personalmente de su educación.
Fue toda una excursión. A unos ocho kilómetros de la ciudad, poco antes de Bodhanath, nos desviamos por un camino de tierra en mal estado. Me recordó las curvas, los baches y el polvo del acceso a Oseling. Entre los árboles que cubrían la colina se podía distinguir los tejados del monasterio; a ambos lados del camino, campos cultivados, casitas ocres de adobe cubiertas de paja, bosquecillos de bambú. La vida transcurría a cielo abierto. Los niños del campo corrían gritando detrás de nuestro coche como lo harían en cualquier parte del mundo.
Atentos a cualquier distracción, todos los pequeños monjes estaban allí esperando, empujándose entre sí para vernos bajar del jeep. Una comitiva se había reunido para darnos la bienvenida en la explanada. Caras sonrientes de tibetanos y occidentales, monjes, monjas y otros discípulos, nos abrumaron con sus manifestaciones amistosas. Lama Zopa y el abad, lama Lundrup, nos recibieron con mucho cariño. Juntamos nuestras manos haciéndoles un reverencial saludo, mientras ellos colgaban de nuestros cuellos las tradicionales kathas. Anabel tradujo como pudo el intercambio de salutaciones. Yo, al igual que mis hijos, no podía mantener los ojos quietos al descubrir cómo iba a ser nuestra gran familia, nuestra casa. ¿Qué circunstancias imprevisibles nos llevaban a formar parte de todo aquello? ¿Yo, la hija del filatélico de Villena, qué karma había creado para ser recibida como un ser querido por esas amables personas? Ellos, nacidos en Lhasa, el Himalaya, la India, París o Los Angeles, tenían algo que ver conmigo. En un momento así, todo el mundo tenía que ver conmigo, era fácil sentir amor universal.
Nos acompañaron hasta los aposentos de los lamas, en el último piso por encima de la Gompa. Me alegró volver a ver a lama Zopa; los encuentros que habíamos tenido en Dharamsala y durante la gira por Europa y Estados Unidos nos habían acercado mucho. Nos ofreció un té que sirvieron a la manera tibetana, mezclado con leche y una cucharada de mantequilla, llenando las tazas hasta el borde. Al mínimo sorbito que tomáramos, alguien se apresuraba a volver a llenarlas; la cortesía consistía en demostrar que el anfitrión quería ofrecer todo lo que su invitado necesitaba, con abundancia. Tenía plena confianza en quien consideraba mi maestro y estaba deseosa de oír sus consejos para orientarme, pero no era el momento de entrar en detalles. Hicimos alguna graciosa alusión a los contratiempos acaecidos en los últimos días y, cuando los niños acabaron con las galletas, él se ofreció para acompañarnos a nuestra casita.
Zia, quien se había responsabilizado de prepararlo todo, se unió al grupo. Un simpático camino nos llevó al otro lado de la colina, desde donde se divisaba todo Katmandú. La casita era pequeña, pero estaba muy agradablemente situada entre los árboles. Dimos las gracias por todo y mientras recibíamos las recomendaciones en cuanto a la casita, nos sirvieron otra taza de té. Antes de marcharse, lama Zopa y lama Lundrup nos invitaron a compartir la cena.
Allí estaba el poco equipaje que nos había seguido desde Delhi, cuidadosamente apilado al pie de cuatro literas. Las maletas grandes seguían sin llegar. La entrada tenía un rincón para cocinar; un arco daba paso a la habitación de los niños; Pepe y yo teníamos un dormitorio y un pequeño cuarto de baño con agua caliente. Los grandes mangos que daban sombra a la terraza, empezaban a dar sus frutos; el lugar era encantador. Fuera, un grifo y una pileta de cemento estaban destinados a servir de fregadero y lavadero. Se había pensado en una posible ampliación del edificio, ya que los hierros de la estructura sobresalían por encima del tejado; en algún momento, si Pepe se animaba, podríamos seguir con la obra. Estaba contenta de estar por fin en Kopan; si hacía falta, no sería difícil mejorar nuestro alojamiento. Zia, que se proponía cuidarnos lo mejor posible, vivía en una pequeña habitación en la segunda planta de la casa. Anabel se instaló en una casa contigua.
Nos despertábamos con las salmodias de las monjas, a las seis de la mañana. Un viejo nepalés nos traía leche recién ordeñada, para el desayuno. En esa época del año, la colina estaba envuelta en niebla. Más tarde, sobre las diez, cuando el sol despuntaba, nos veíamos como en una isla sobre un lago de nubes rodeado de montañas, una visión preciosa. Poco a poco, aparecían los tejados de las casas y finalmente Katmandú. Del sueño a la realidad pasábamos por ese proceso gradual, como si fuera una invitación a meditar en la insustancialidad del mundo sensorial.
Me familiaricé con el entorno, pero no tenía mucho tiempo libre, el vivir en un espacio reducido suponía mantener un meticuloso orden. Nuestras maletas acabaron por llegar y el armario quedó repleto. El cuidado de los niños no era fácil, a pesar de la ayuda que todos me brindaban; llegaban sucios o perdían las cosas, constantemente necesitaban de mí.
Pronto, los niños se adaptaron al ritmo de vida, se hicieron amigos de los pequeños monjes, estableciendo las bases del hispano tibetano infantil, un idioma muy expresivo que no necesitaba de muchas palabras para jugar y reírse. A Dolma le bastaba con levantar los brazos para que un monje compasivo la transportara a hombros de un lado a otro del monasterio.
Un querido amigo de Oseling estaba en Kopan instalado en una tienda de campaña. Había quedado parapléjico ocho años atrás a causa de un accidente de coche, pero su fuerte voluntad le había permitido viajar por diversas partes del planeta. Era licenciado en matemáticas y se ofreció para dar a Yeshe y Armonía las clases de EGB que necesitaban. Anabel, también maestra, se encargó de Lobsang y Dolma. Pronto organizamos un horario de clases y la vida en nuestra nueva residencia se asentó.
Armonía se enamoró de lama Zopa, le escribía notitas con enternecedores I love you y profusión de corazones coloreados en rosa. Iba a la Gompa, esperaba en la puerta el final de las enseñanzas y, cuando él salía, extendía el brazo sin decir palabra y se las entregaba. Lama Zopa estaba encantado, se reía y la trataba con gran afecto, para regocijo de todos los presentes.
La Gompa era el corazón de Kopan; ocupaba la base del edificio central y se accedía a ella desde la explanada por amplias escaleras. A la entrada, un gran árbol de bodhi y un estanque que reflejaba la imagen de la estatua de Tara. La puerta, siempre abierta durante el día, estaba enmarcaba por relieves de colores vivos. Al entrar, al lado del trono, una estupa dorada en una gran vitrina atraía inmediatamente la atención. Era la estupa de lama Yeshe recién acabada, y encerraba sus cenizas, manifestación palpable de una presencia espiritual que impregnaba cada rincón del monasterio. Detrás, cubriendo toda la pared, innumerables textos y estatuas.
Todos los monjes del monasterio acudían al toque de gong de las seis de la mañana que llamaba a la primera puya. Era durante la ceremonia, en el momento de hacer las ofrendas, cuando los encargados del té, pasando entre las filas, llenaban el bol de cada uno con tortas de pan, en medio de cánticos; ése era el desayuno.
Asistía a las enseñanzas por la noche, Anabel me acompañaba y traducía cuando se lo pedía. Las había oído muchas veces, conocía todos los conceptos, pero la vida misma se encargaba de borrar de mi conciencia su profundo significado. Escuchar una y otra vez a lama Zopa hablar del precioso renacimiento humano, del karma, del sufrimiento, de la compasión o de la sabiduría, era la ocasión de reavivar la llama, salir del torpor espiritual en que por lo general estaba sumida. Salía de mi cáscara pequeña y dura, dejaba de ser la ordinaria María Torres envuelta en sus cortos pensamientos. Pero francamente, incluso en esas condiciones me costaba mantener el espíritu alto. Eran sólo efímeros momentos en que regresaba al estado mental que más apreciaba, la lucidez, la visión amplia y el amor hacia los demás. A menudo me distraía, dejando de prestar atención a las palabras de mi maestro.
En alguna de estas sesiones, cuando perdía el hilo del discurso pensando en cualquier asunto que me preocupara, empecé a notar que toda la asistencia se fijaba en mí. Al parecer, lama Zopa hablaba de las cualidades de la madre que lama Yeshe había escogido para rencarnarse. Me encogí de vergüenza; me costaba relacionar esa elogiosa descripción con mi propia persona. Generosidad y desprendimiento no eran precisamente los halagos que había recibido a lo largo de mi vida. De vuelta a mi casa, pregunté a Anabel si era cierto lo que había oído. Me lo confirmó. Reflexionamos un rato; efectivamente, albergaba hacia Osel un sentimiento de entrega. Creía que algún día podría llegar a ser un guía espiritual y que, como lo había hecho lama Yeshe por mí, sería capaz de despertar en más gente, mucha quizá, la inspiración para descubrir la belleza de su ser interior. Nuestra civilización moderna lo necesitaba; tal vez era una ingenuidad por mi parte, pero pensaba que Osel, recibiendo la educación adecuada, tendría capacidad de infundirle sabiduría. ¿Dónde estaba la generosidad, si cualquier madre sueña con dar a su hijo el mejor destino? Yo tenía una suerte inmensa y era fácil embriagarse con ella.
En esos días, se celebró una reunión con los directores de centros de la F.P.M.T. y los miembros del Comité que estaban en Kopan. El tema: analizar las repercusiones que para la fundación tenía la confirmación de la rencarnación de lama Yeshe. Todos se regocijaban de la presencia de su maestro en Osel e interpretaban su elección, al renacer en Occidente, como el deseo de llevar las enseñanzas al mundo moderno. Esto implicaba la gran responsabilidad de proporcionar a Osel la educación que mejor pudiera formarle para este propósito. Mucha de la gente allí presente se planteaba la cuestión por primera vez y el encuentro constituyó un intercambio de puntos de vista e información. Cuando la reunión estaba a punto de finalizar, François pidió la palabra y dijo: “Pienso que además de complacernos con la fortuna de tener de nuevo a Lama entre nosotros, deberíamos pensar en atender las necesidades de su familia. Pepe y María han sido invitados a venir aquí con Osel y sus cuatro hermanos. María está embarazada y desde la salida de España han pasado por muchas dificultades. Ellos no tienen recursos propios y considero correcto plantearnos seriamente esta situación.” Todo el mundo asintió, algunos se sorprendieron de que no estuviera ya solucionado ese punto, y allí mismo se decidió que la F.P.M.T. nos otorgaría una asignación mensual de mil dólares. Un miembro del comité directivo se responsabilizó personalmente de que la organización cumpliera con ese compromiso. Para mí, fue un alivio pensar que mi familia saldría de la total precariedad económica en la que nos habíamos encontrado. Esa mensualidad me permitiría cubrir algunas necesidades básicas de todos nosotros.
Se acercaba el día de la entronización e iban llegando periodistas a Kopan. La
F.P.M.T. había redactado un folleto explicativo, pero insatisfechos con la entrega de un impreso, me buscaban para hacer fotos de los niños en el nuevo entorno y entrevistarme acerca de Osel. Procuraba explicarles la situación pero, de alguna manera, me sentía incómoda, pues ni siquiera yo sabía por qué Osel no estaba con nosotros. Armonía, con sus siete años, se desenvolvía muy bien con ellos; les dijo que lo que más le impresionaba de ese país era que todos parecían pobres, al contrario de España donde todos éramos ricos. En una ocasión dije que lo que más echaba en falta era el aceite de oliva; eso nos valió que muchos españoles que nos visitaron ese año nos llevaran de regalo una botella.
Los días se sucedían sin noticias de Pepe y Osel. Cuando éstas llegaron, me sacaron de quicio: se habían trasladado a Dharamsala a la espera de poder llegar al Kopan.
¿Cuál era la razón? La explicación que recibí fue que las autoridades de Nepal estaban preocupadas por la cobertura informativa que se daba a Osel a nivel internacional. Esto atraía la atención hacia los tibetanos residentes en su país y podía crearles problemas diplomáticos con sus vecinos del norte. De todos modos, tuve la impresión de que me ocultaban algo. A Kopan llegaban numerosos visitantes para la entronización; discípulos, periodistas, curiosos, todos querían ver a Osel. Finalmente estalló la noticia: la ceremonia tendría lugar en Dharamsala. Para muchos fue una decepción, pues no podían trasladarse a la otra parte del norte de la India en los tres días que nos separaban de la fecha. Otros se lanzaron en desbandada, cada uno buscando los medios de llegar a tiempo. ¿Qué haría yo?
GLOSARIO
BARDO. Estado intermedio entre muerte y renacimiento.
BODISATVA. El que se esfuerza por alcanzar la iluminación motivado por la compasión, es decir, con el propósito de poder liberar a todos los demás seres de la confusión y el sufrimiento.
BRAHMÁN. Miembro dela casta Superior hindú.
BUDA. Despierto. Ser totalmente iluminado. El que ha alcanzado la perfección de su potencial humano.
BUDA DIANI. Los cinco Diani Budas representan los cuatro elementos que soportan la vida y el éter.
BUDEIDAD. Véase iluminación.
CHAKRA. Centro de energía sutil.
CHENRESIC. En sánscrito, Avalokitesvara. El Buda de la compasión. CHÖPA. Lama Chöpa, práctica meditativa de ofrecimiento al maestro. DALAI LAMA. Cabeza espiritual y política del Tíbet.
DAMARU. Objeto de ritual. Tamborcillo de dos caras con una bolita atada a su eje que golpea alternativamente ambas caras.
DHARMA. La enseñanza del Buda.
DORCHE. Objeto de ritual. Simboliza la compasión espontánea. Utilizado generalmente con la campana, símbolo de sabiduría.
ESTUPA. Monumento relicario que representa las etapas del camino hacia la iluminación.
- Fundación para la Preservación de la Tradición Mahayana, fundada por lama Yeshe en
GOMPA. Templo.
GUEGUR. Monje encargado de aplicar la disciplina en el monasterio.
GUELUPA. Una de las cuatro escuelas más importantes dentro de la tradición budista tibetana. Su máxima autoridad es el Dalai Lama.
GUESHE. Doctor en filosofía budista tibetana.
GURU. En sánscrito, maestro espiritual y guía.
ILUMINACIÓN. Estado de compasión y de liberación total del sufrimiento
KADAMPA. Uno de los linajes de enseñanzas más prestigiosos, transmitido ininterrumpidamente de maestro a discípulo.
KAGUIUPA. Una de las cuatro escuelas del budismo tibetano. Su autoridad máxima es el Karmapa.
KANSEN. Área de un monasterio similar a los de la región de procedencia de los monjes.
KARMA. Ley de causa y efecto. Fuerza engendrada por los pensamientos, las palabras y las acciones, que conforma las circunstancias de esta vida y de las futuras.
KATHA. Fular blanco, de seda o algodón, que se entrega en forma de saludo. Simboliza un estado mental puro.
LABRANG. En tibetano, residencia de un lama.
LAMA. En tibetano, maestro y guía espiritual.
LAMA TSONC KHAPA. Reformador, gran erudito, maestro y yogui tibetano del siglo XIV, fundador de la escuela Gelupa.
LAM RIM. Compendio de enseñanzas. Camino gradual hacia la iluminación.
MAHAMUDRA. El Gran Sello, la vacuidad.
MAHAYANA. Gran Vehículo. Rama del budismo que, además de la liberación personal, tiene como meta la de todos los seres.
MALA. Rosario de 108 cuentas, utilizado para contar mantras.
MANDALA. Espacio estructurado que simboliza el universo de la meditación.
MANJUSHRI. Manifestación búdica de la sabiduría.
MANTRA. Palabra de poder; sílabas, generalmente sánscritas, recitadas en ciertas prácticas meditativas.
MILAREPA. Yogui y poeta tibetano del Siglo XI.
MUDRA. Gesto simbólico que representa actitudes meditativas o expresiones de poder.
NAGARYUNA. Filósofo indio del siglo I.
NIRVANA. Estado de Completa y personal liberación del sufrimiento y sus causas.
OSEL. Luz clara.
OSELING. Lugar de la luz clara. Nombre que el Dalai Lama dio al centro de retiros en las Alpujarras en 1.982.
PUYA. Ceremonia o ritual de meditación. RIMPOCHE. Título honorífico de un lama rencarnado. SADANA. Sucesión de prácticas de meditación.
SADU. Asceta errante dentro de la tradición hindú.
SAKADAWA. Aniversario de la iluminación de Buda Sakyamuni. SAKIA. Clan al que pertenecía el príncipe Sidhartha, el Buda histórico. SAKIAMUNI. El Buda histórico, fundador del budismo.
SAMSARA. Existencia cíclica. Ciclo de muerte y renacimiento, producido por karma y la concepción dualista, que se debe a la ignorancia de la verdadera naturaleza de la realidad.
SANGA. Comunidad de seres iluminados y de aquellos que están en el camino hacia la iluminación.
TANGKA. Pintura sobre lienzo que representa las imágenes de la iconografía budista tibetana.
TANTRA. Enseñanzas avanzadas del Buda que conducen rápidamente al logro de la iluminación.
TARA. Representación femenina del Buda, la madre liberadora. En tibetano, Dolma.
THERAVADA. Rama del budismo dominante en el sureste asiático.
TONG LEN. Práctica que consiste en absorber mentalmente el sufrimiento de otros, generando el deseo de aliviarles.
TULKU. Lama rencarnado.
VACUIDAD. Esencia última de toda existencia.
VAJRAYANA. Camino del Tantra.
María Torres es la madre de Osel, el niño español que fue reconocido a los catorce meses como la rencarnación de lama Thubten Yeshe, un destacado maestro de la tradición budista del Tibet. Esta biografía escrita por quien ha vivido, no sólo en espíritu sino también en su propio cuerpo, la transmisión del budismo tibetano a Occidente, nos informa del verdadero mensaje que los lamas han lanzado al mundo moderno.
El encuentro de la autora con el budismo fue el inicio de una aventura: la de una mujer que no aceptó renunciar a pertenecer a su época para satisfacer sus aspiraciones espirituales. Madre de otros ocho hijos, mujer activa y de carácter independiente, María Torres atraviesa los altibajos de su singular destino con auténtica y humana pasión. La situación de su hijo Osel la colocó en la encrucijada de dos mundos, de dos culturas radicalmente opuestas que Osel tendrá que asimilar simultáneamente para llegar a ser un lama del siglo XXI. Conciliar aspectos tan antagónicos resulta estimulante e impredecible, y en ocasiones incluso incómodo.
Sin embargo, su experiencia demuestra que lo extraordinario y lo cotidiano pueden amalgamarse para dar a la vida un sentido universalista.
“En el Tíbet, cuando muere un lama importante, buscan su rencarnación. Tras la muerte de mi maestro Lama Yeshe, desde mi casa de las Alpujarras estaba atenta a cualquier noticia que me permitiese ser testigo de su rencuentro. Esperaba el acontecimiento con gran expectativa, como si del paso de un cometa se tratase y, repentinamente, me vi arrastrada por su cola: mi antiguo maestro era ahora mi hijo Osel. Deslumbrada por el fulgor y presa de vértigo, traté de mantener el equilibrio mientras su fuerza me apartaba de mi modesto mundo para cruzar un espacio inmenso y desconocido. En ese viaje mi único refugio fueron las enseñanzas que había recibido de Lama Yeshe, y de ellas me valí para intentar asumir la posición sin precedentes en que me vi colocada sobre la cola del cometa Osel”.
He aquí la historia verdadera de una mujer que se convirtió en partícipe y testigo de acontecimientos extraordinarios que cambiaron su vida para siempre. Y he aquí, asimismo, una inteligente reflexión sobre las facetas espirituales que pueden proporcionar a nuestra cultura sólidos valores de tolerancia, paz y armonía.
NOTA DE LA AUTORA
Por tratarse de una historia cuyos protagonistas están vivos y por respeto a la intimidad, aunque todo lo narrado es verídico, algunos nombres han sido sustituidos por otros ficticios.
A lama Yeshe y lama Zopa, mis maestros. A lama Osel, mi hijo y maestro.
Al maestro interior, naturaleza de todo ser vivo.